lunes, 30 de mayo de 2011

La noche engaña (1ª parte)


El otro día inicié una pequeña aventura. Bueno, quien dice el otro día, dice hace una o dos semanas.

El caso es que, ¿A quién no le gusta salir de la rutina? Romperla de golpe, reducirla a añicos y reconstruirla. Eso lo que decidí hacer.

Y para ello, elegí la madrugada. Sí, el tiempo posterior a la medianoche y anterior al amanecer. La noche. La noche de Madrid. No podía permitirme el lujo de cambiar de ciudad para fragmentar mi rutina, pero sí que podía correr el riesgo de utilizar la noche como instrumento. Como un instrumento difícil de controlar en manos de un imprudente científico.
Me hubiese gustado indicar las horas y minutos exactos en las que se desarrolló cada parte de este pequeño viaje, pero decidí despojarme de relojes o de cualquier otra fuente capaz de marcar algo exacto, transmitir información puntera y precisa sobre cualquier número o cantidad. De todos modos, mi muñeca se notaba enajenada e inquieta sin el reloj que solía llevar, y parecía que nada más salir por la puerta estuviera pidiendo a gritos volver atrás, no retomar una marcha sin su querido amigo que la rodea, y, añadamos, la mantiene sujeta a una realidad precisa, que en mi caso de poco servía pues no me he caracterizado nunca por mi excesiva puntualidad.

Esta impresión se hizo vasta e intensa cuando, después de andar un rato hacia la primera parada de bus que atisbé, me sobresalté al comprobar que mi cartera se había quedado abandonada allí donde la rutina acecha incesable. También recordé la gran necesidad de ponerme algo para satisfacer a mi muñeca, y decidí volver a la casa donde me había hospedado hasta hace una media hora. Abrí la puerta con cuidado y extraje del cuarto mi reloj y billetera.

Vi el reloj, y desafortunadamente, vi también la hora que marcaba. Las cinco y diez minutos de la mañana. Llevaba despierto desde las cuatro y media. No, miento. Esa noche no había podido conciliar el sueño. Me había pasado las horas mirando el techo del cuarto, tumbado en una cama en la que no paraba de pensar cuantas personas habían pasado por ella, cuantas historias habían dormido entre sus sábanas y a la mañana siguiente habían desaparecido con su dueño y autor, borrando definitivamente su rastro con un poco de detergente y agua en una lavadora que con facilidad cumplía los veintitantos años. Esas horas vacías de significado y coherencia habían sido el preludio para romper mi rutina, para meditar cómo cambiar mi vida durante unas cuantas horas, alejarme de un pasado con ganas de devorar un presente y acercarme a un presente con ganas de devorar futuro nuevo, incierto.

Salí de nuevo a la calle y dejé de lado todos estos pensamientos. Parecía mentira que sólo fuera necesario regresar al lugar del que procedía para llenarme la cabeza de reflexiones absurdas con contenidos que ni siquiera me incumbían, y decidí materializar de algún modo ese hecho desfasando la hora del reloj. Ahora que iba a pensar en todo menos en mí, convendría que por lo menos lo hiciera en una hora que no me corresponde, en un tiempo inventado, que viaja desfasado respecto al que me corresponde. Y como tal, las transformaciones que hoy surtieran efecto también se pasearían bajo un tiempo inexistente, condenadas a desaparecer y nunca más ser rebeladas, al menos no hasta que retornen a la dimensión que yo conocía.
 Sabía que la noche iba a facilitar esta tarea, y más aun la noche de Madrid. En sus calles, sus farolas sostienen bombillitas creadas sólo para esta ciudad. Transcurren las noches deslumbrando un color amarillento y anaranjado, intenso. Intentan simular miles de soles que alumbran las calles, concordando el final del resplandor de uno de ellos con el inicio del siguiente, y así sucesivamente hasta llegar a un cruce en el que fácilmente varios resplandores se superponen uno sobre otro. 
Generan entre las calles una iluminación en exceso o en su defecto un pequeño agujero negro que queda solventado por el inminente resplandor de otra bombillita, cerca o lejos de esta pequeña brecha oscura.

Esta fue la sensación que nació en mi interior al atravesar calles y calles de Madrid que se mantenían con vida gracias a la luz de sus farolas... Me había montado en un taxi. A su conductor, sólo le indiqué el nombre de un hotel al que me arriesgué a ir. Y esa sensación, que ni siquiera me pertenecía, ya trascurría bajo un tiempo inexistente... 
¿Por qué? Yo, antes de subir al taxi, había retrocedido el reloj muchas horas, demasiadas. Si hubiese querido dar una respuesta racional al porqué de tan brusco retroceso, sabía que no lo conseguiría, pues se trataba de un cambio meramente irracional.
Ahora me encontraba en una noche cualquiera, de un día cualquiera de otoño de hace dos años. No, la verdad es que me encontraba en una noche a la cual me hubiese gustado volver, a la cual había decidido volver.
Aun así, miré la palma de mi mano y recordé que esto sólo se trataba de una fantasía. Mi objetivo primordial era romper con la rutina que me atosigaba, y no resguardarme en un pasado hipotético. Ya que había tomado libre albedrío para despojarme del tiempo que me correspondía, ahora no podía fastidiarla dejándome llevar por un tiempo engañoso. Esa fue una condición que me resultó muy difícil de cumplir, y más ahora que había elegido el tiempo al cual regresar.  ‘Tendría que haber sido más precavido – pensé con resignación –…

Cambié mis planes para adaptarme a esta nueva situación. Tenía claro que lo último que necesitaba era un reloj. Solo lo vestía por el deseo de mi muñeca de ampararse bajo su hábito de pesar un poco más. Decidí no fijarme más en la hora, día ni fecha. Y sumido, como estaba, en la tapicería oscura de un taxi que de vez en cuando parecía resurgir de la nada con atisbos de luz anaranjada de esas farolas que daban cuerda a calles interminables, me quedé dormido. 
Fue un sueño rápido, nada profundo. Aunque tenía los ojos cerrados, era consciente de los cambios de luz y ruidos que se producían a mí alrededor, e incluso de la música que el conductor escuchaba. Su vida parecía reducirse a eso, a escuchar las peticiones de clientes que sólo necesitan un transporte rápido para alcanzar sus objetivos, y como consuelo al silencio de estos, quedaba la música de fondo. También imaginé que igual que yo mantenía los ojos cerrados, a él también le gustaría estar durmiendo y descansando en un lugar silencioso y alejado de su rutina.

Y llegamos al hotel. Un ‘Aquí tiene’ y ‘gracias’ fueron de nuevo las dos únicas palabras que dejé escapar de mi boca. Él no contestó, y simplemente se resigno a devolverme el cambio del billete de veinte euros que le había entregado. Le había mandado bastante lejos desde donde nos encontrábamos,  y aún así el viaje no resulto muy caro. Ahora, estábamos cerca de Barajas, y el ruido de los aviones se percibía lejano pero a la vez cercano.

Nada más bajar del taxi, un torrente de dudas me sobresaltó…. — ¿Qué narices hago yo aquí? ¿A que espero? ¿Simplemente he querido hacerme el interesante ante una madrugada que quiera o no va a devolverme al presente, al día soleado o nublado, a la hora y fecha en la que me encuentro y no en la que me quiero encontrar? –
`Da igual’ —Me dije. – ‘El caso es que mi rutina ya ha comenzado a desaparecer’. Ahora, me encuentro alejado de cualquier atadura, bajo un tiempo que yo quiero, en un lugar que no conozco, y sin dinero para volver atrás…

Además, cerca de un aeropuerto que me abre las puertas para volar a cualquier sitio…


-Todavía no ha amanecido -...

Y finalmente entré en el hotel.



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