jueves, 3 de enero de 2013

Taller de relato corto



Le tocaba leer a mi compañero de la derecha. Desde la primera clase me costaba seguir las lecturas del resto de los participantes. Cuando quería conectar con los relatos, ya era demasiado tarde, siempre estaban a punto de terminar. Pero esta vez era distinto. Pocos segundos después de que aquel hombre sentado a mi lado elevase su voz, levanté la vista hasta atisbar el ceño fruncido y serio de su cara. Estaba concentrado en su lectura, y yo también lo estaba. Sus palabras me dejaban perplejo.

Era la cuarta reunión del taller de relato corto. Me había apuntado por chiripa en aquel curso, justo dos días después de que saliese a la luz la convocatoria del taller y sus respectivas plazas. No estaba en mis planes pasar por la Biblioteca de José del Hierro el día en que me inscribí. Que tomase la decisión tan repentina de incluirme en su lista de participantes, en realidad, no fue más que un impulso de querer sentirme aprovechado, de querer rellenar esas tardes de sábado que pasaba a solas haciendo la digestión en el sofá del salón.

Como el resto de los días que nos encontramos, nos sentamos en el mismo sitio, con el mismo compañero a ambos lados de la mesa. El hombre que se sentaba a mi lado llevaba una camiseta corta, de un color verde muy vivo. También llevaba unos vaqueros. Era un estilo muy casual para la gran labor que durante las presentaciones del primer día de clase nos contó que desempeñaba. Supuestamente era director de una importante sucursal bancaria, y venía del extranjero. Su español era perfecto, la entonación con la que abordaba cada cambio en el texto convertía sus escritos en impecables aventuras. Si que era verdad que titubeaba de vez en cuando al pronunciar palabras extensas o juegos de silabas con demasiadas consonantes. Eso delataba que en su lengua de origen seguramente escaseasen tales dicciones. Por el acento, podía suponer que era americano, pero se trataba de una impresión demasiado nimia pese a todas las veces que le había escuchado.
El texto que hoy traía preparado lo tenía guardado en un tablet. Otros días había optado por impresiones en papel puro y duro, pero hoy, quizás con intención de lucir la exuberancia económica de la que disponía y que apenas se manifestaba en su forma de vestir, nos exhibió una moderna tableta electrónica desde la que se disponía a leer su texto. Era el momento en el que mis párpados caían como dos piedras plomizas y mi cuello se encorvaba ligeramente hacia delante hasta el final de la lectura.

Cuando fui consciente de que la voz de aquel hombre retumbaba en mi cabeza, mi postura habitual se había sustituido por una mirada intensa y penetrante, directa hacia sus ojos. Él no se percató de nada, pero yo sí. Empezaron a sudarme las palmas de las manos, la frente y mis axilas. Noté como mis pies y espalda se ponían húmedos; mi cuerpo inquieto, incapaz de estar a gusto con ninguna posición nueva que adquiría. Quería abrir los ojos de par en par, cada vez más hasta el máximo después de escuchar cada frase que aquel hombre pronunciaba, de dar un estruendoso golpe en la mesa frente a todo el auditorio y gritar que ya bastaba.
No podía creer lo que aquel hombre había escrito, lo que leía. A medida que avanzaba era todavía más difícil soportar el desasosiego que me sobrevenía. Y es que no era para menos, aquel hombre leía en alto mi propia vida, estaba leyendo mi vida.
Leía un relato que no era ni más ni menos que la historia de mi propia vida. Mi infancia en Madrid, mi terror por las alturas, la chica que me gustaba en secundaria o mi más profundo odio al fútbol. Los éxitos de mis estudios, la pelea con uno de mis mejores amigos o el día que di un portazo en casa y salí de allí llorando. La mujer con la que prometí casarme y las mentiras que más tarde nos distanciaron. Los nombres y apellidos de mis padres y conocidos, todos coincidían. Mi escasa relación con mis primos, mi mala suerte con los coches, los errores que pude cometer en el trabajo o mi ilusión por viajar por toda América. Todo lo que él leía coincidía. Estaba aterrorizado de que continuase sacando a fuera tantas partes de mi vida. Cada vez me costaba más y más respirar. Incapaz de moverme, no tenía claro que era lo que pasaba.
Cuando terminó la lectura, se hizo un silencio profundo. Volví a atisbar la cara de cada uno de los asistentes mientras mi interior no dejaba de temblar. La única persona a la que no eche un vistazo fue aquel hombre que acababa de leer. ¿Quién era él? ¿Por qué conocía tan a fondo las intimidades de mi vida?
La profesora comenzó a animar al resto del grupo a que valorasen su historia, pero nadie hablaba. Pensé en el pánico que sentiría si la profesora me obligase a opinar en aquel momento ante una sala llena de desconocidos sobre mi propia vida. Perplejo e intentando guardar la calma, dejé de lado todas estas divagaciones y me centré tan solo en que nadie de la sala se percatase de mi histeria, que nadie se diese cuenta de mi sudor y nerviosismo, de que todas mis articulaciones estaban rígidas y tensas.
Como era de esperar, alguien tuvo que romper el hielo para comenzar con la ronda de opiniones. Esta vez, forzada por el silencio que experimentó la sala en general, fue la misma profesora la que habló primero.

     —Es una historia muy completa, has hecho un buen trabajo —asintió animada y con admiración. Cada vez que ella nos elogiaba, podíamos dar por hecho que por unos instantes nuestros relatos eran los mejores del mundo.
     —No es para tanto, la verdad es que no ha sido muy difícil de escribir —respondió aquel hombre, utilizando el mismo tono de voz con el que narraba la primera vez que penetré a mi ex novia.

Era difícil que mantuviese el juicio a pleno rendimiento. Perdía toda la energía intentando sortear la existencia de aquel relato y de su creador. Recorrió por toda mi piel el espanto de que la profesora preguntase a aquel hombre más detalles sobre dónde había sacado esa historia, y un intenso dolor, punzante como ningún otro, se instaló en mi tripa. Apreté mis manos sobre ella para intentar paliarlo. Cuando se apagó la voz del desconocido, sin querer, la profesora continuó su discurso:

     —Pero como siempre, todo es mejorable —le explicó—. He notado algo de celeridad en el relato… Veamos que me explique. Para tratarse de un relato breve, has construido una historia con mucha, ¡Vamos que si mucha!, información. Eso da la sensación al lector de mucha rapidez, de que se le escapa de las manos la historia antes de que tenga tiempo para asimilarla. ¿No os parece?— preguntó al resto de participantes sin esperar una respuesta, solo para confirmar sus deducciones. Levanté los ojos de mi tripa esperando que se produjese un cambio, pero todo seguía igual, aquel hombre continuaba sentado a mi lado escuchando con atención.
     — Aun así, veo mucha fluidez e imaginación en tu relato. Presiento que no te ha costado mucho escribirlo, ¿verdad?
     — Sí, así es. Ha sido un relato fácil de escribir. Es reciente, lo terminé... hace un par de días.
Cuando aquel desconocido alzó de nuevo su voz, dispuesto a dar más detalles sobre el relato, el dolor de mi tripa se agudizó. Tuve que apretar mis labios y volver a bajar la cabeza.
    — ¿Y cómo es que te ha costado tan poco? El famoso mal que sufrimos todos los escritores al enfrentarnos ante una hoja en blanco es la falta de creatividad. ¡Te mereces mi enhorabuena!
    — ¡Sí…! ¡Bueno, gracias…! ¡Aunque me da algo de vergüenza responder…!— contestó el hombre mientras comenzaba a reírse. Era la primera vez que le oía reír. Tenía curiosidad por saber cómo era su rostro mientras retumbaba en la sala la agitación de sus risotadas, pero fui incapaz de mirarle. Tuve la sensación de que clavaba sus ojos sobre mi apocado cuerpo mientras soltaba todo ese ímpetu por su boca. Segundos después se calmó:
    —Ha sido tan fácil… —el hombre cortó su voz y reanudó poco después—. Quizás sea poco original, pero solo he tenido que recordar mi vida y escribirlo… Nada del otro mundo.

La profesora enmudeció.