jueves, 2 de febrero de 2012

Niebla

Sorpresa el jueves veintiséis paseando por el centro de Madrid.

El día se había levantado espeso, con un tumulto de nubes que como continuasen disminuyendo su altura acabarían cegándonos el paso. Sabía que mi plan, alrededor de las diez de la mañana, era levantarme y prepararme para partir al centro de la capital. Tenía que estar en la Gran Vía madrileña sobre las once de la mañana. Mientras, esas nubes continuaban con su amago de estropear la mañana.

Nunca me ha preocupado el sol, las nubes, el frío o el calor, y pasan pocas veces por mi mente comentarios sobre el tiempo. Aunque para ser rigurosos, esto no significa que me niegue a hablar del tiempo. Lo estoy haciendo, por ejemplo, para introducir las fotos de esta entrada. O también lo hago de vez en cuando para romper el hielo, si tengo que compartir durante unos minutos el mismo escenario con conocidos que más bien son desconocidos de toda la vida. Un breve comentario del frío que hace, que si se acerca una tormenta, o que si odias el calor sofocante, te ayudan a salir del paso y evitar conversaciones más originales.

Ahora que recapacito sobre aquel día veintiséis, casi el apogeo de esa semana puente de la que hablé en la última entrada, me pregunto si fui yo mismo el que atrajo toda la neblina con la que Madrid se despertó.

Durante la noche, sin una minúscula luz que ilumine el frente, es absurdo intentar comprender la niebla usando la vista. El olfato, el tacto, quizás el oído son capaces de discernir entre una atmósfera densa o ligera en medio de la noche. Pero no ese sentido del que tanto nos fiamos, la vista. 

Así que, como parte de esa ilusión que durante la semana pasada viví, mientras caminaba a oscuras, mientras cruzaba cada centímetro de mi cochambroso puente, unas nubes espesas se acercaron amenazantes y engendraron esa neblina que me acompañó todo el trayecto hasta el final del puente. En definitiva, yo las había atraído hacía mí.
¿Qué más podía pedir? No podía exigir lo imposible. ¿Atisbar el final del puente cuando, como dije, ‘solo tengo un pequeño esbozo de lo que quiero, que como la niebla, envuelve todos los puentes por los que cruzo.’? Inevitablemente, el resultado fue el siguiente: 

El paisaje me pilló desprevenido, y la única solución para plasmar aquel momento fue usar la cámara del móvil. El lugar elegido para tomar estas fotos fue el Parque de la Montaña, en concreto el mirador que rodea el Templo de Debod. Hacía muchos años que no entraba al templo, y después de enfilar la Gran Vía hacia Plaza España, mi curiosidad reclamó dar un paso más y acercarme a él. Una vuelta matutina por la capital siempre es agradable, y era incapaz de controlar mi imaginación, de regodearme al pensar las ganas que otros estudiantes en sus clases, profesores u oficinistas tendrían de disfrutar lo que yo vivía esa mañana tan fría.

Cuando salí del templo, que seguía tal y como lo recordaba, me dejó boquiabierto el panorama que desde mi posición rodeaba a la capital. Una postal invernal, una radiografía de una atmósfera turbada y helada. Una niebla que no solo envolvía mi cuerpo, sino que también a Madrid y todas sus calles… Había sido incapaz de sentir la niebla antes. Mis ojos, mi mente estaba abstraída, ciega, oscura. Y el resto de sentidos inutilizados. Solo cuando bajé la guardia, solo cuando hallé un pequeño claro, quedó al descubierto lo que en realidad me acorralaba. Niebla, esbozos, frescor viciado y ningún objetivo clarividente…

Acurrucado bajo esta niebla contaminada pasé la mañana de un día de finales de enero.
…...

En las fotos que tomé se pueden diferenciar, además, varios edificios simbólicos de la capital. En el fondo izquierdo, detrás de los tejados, antenas y chimeneas, está la Catedral de la Almudena y una fachada del Palacio Real, justamente la que da al Campo del Moro. Un poco más atrás, casi transparente, se encuentra la cúpula que corresponde a la Basílica de San Francisco el Grande. Y casi en primer plano, hay otra cúpula más pequeña de la Estación de Príncipe Pío.

La misma curiosidad que me hizo dar unos pasos más hasta alcanzar el Templo de Debod fue la que, atraído por la magia de ese espacio que se extendía delante de mí, incitó el ánimo suficiente para escabullirme por toda esa zona de Madrid tan inexplorada para mí. Parecía que allí me sentiría seguro, y salí del Parque de la Montaña para recorrer todas las callejuelas, pisar el suelo real que desde el mirador no podía observar. Quería saber si había alguien sorteando el frío entre tantos pisos, si esa neblina acechaba a nivel de calle, si también me acecharía a mí…

Y mirar hacia el cielo, despacio, esperando encontrar una nube amenazante que recogiese la niebla como quien recoge ansioso un billete del suelo. Esperando que emergiese de pronto igual que antes, otro día, silenciosa, de noche. O al menos esperando su desaparición para aclarar el ambiente, para dejarme enfilar mis pasos hasta el final del trayecto usando la vista, usando mi mente…


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