Querida
amada:
Hoy es 23 de febrero de 1936. Sol, nubes, nubes. Nieve. No
estoy acostumbrado a ver nevar a estas alturas del año, pero el invierno en
Manchuria es mucho, mucho más largo que las tímidas tardes de frío en mi
palacio. Mi palacio… ¿acaso puedo decir mío?
Todavía no entiendo cómo puedo seguir pronunciando tales palabras. Aunque…
ahora que lo pienso… en realidad nunca he dudado en llamarte mi amada. Ya sabes que eres la
persona que más quiero.
Espero
que envíe esta carta a la dirección adecuada. También espero con todas mis
ansías que leas este mensaje. Tengo, muy dentro de mí, tu recuerdo grabado en
tinta, como los caracteres chinos de mi nombre, que memoricé día tras día
cuando era un niño. Ahora eres mi único escape. Solo puedo desahogarme contigo.
Tengo que mantener la calma, aunque lleve más de cinco años sin ninguna noticia
tuya. Si estuviese en Pekín y alguno de mis… supiera que llevo más de un año
sin saber nada de la persona que más amo, ya se habrían dejado la piel para
encontrarla. Pero no es así. Cada día me convierto en alguien un poco peor. A
los japoneses esto no les importa. En realidad lo desean. Solo
desean que desaparezca.
El día
que te escapaste me puse tan furioso que perdí los papeles. Y como suele
ocurrir en estas situaciones, el primero que se cruzó en mi camino pagó los
platos rotos. No te lo he contado nunca, pero aquella noche di una buena paliza
a Wan. Ella entró drogada en mi cuarto, justo cuando sostenía entre mis manos
ese trozo de papel asqueroso en el que te despedías. Wan insistió en que
continuase fumando con ella, pero yo no la hice caso. Ni siquiera me había
inmutado que había entrado. Se echó contra mí y mis piernas cedieron sin
resistencia. Si mi mente no podía sostener lo que ese trozo de papel decía, mi
cuerpo físico había perdido toda conexión con mi consciencia mientras la leía.
Al menos hasta que me di contra el suelo. Entonces como si de un fuego
artificial que se lanza contra una persona se tratara, todo el dolor acumulado
explotó y no pude parar de pegarla entre chillidos y lágrimas. Había perdido mi
cordura.
Creo
que desde entonces Wan me odia. ‘‘Dale un solo motivo para creer a alguien que
no esté en su sano juicio que debe odiarte y lo hará sin problema durante toda
su vida’’. Y todo porque te tenía envidia. Estaba
muerto de envidia. Tú diste un paso tan importante… que rompió todos mis
esquemas. Como si antes de nacer le preguntasen a un bebé en qué lugar feliz
quiere reencarnarse, tú te fuiste de mi lado y me robaste las ganas de vivir.
No tengo motivos para estar furioso a estas alturas… pero todavía sigo
carcomiéndome de envidia.
No sé
qué clase de majadería planean los japoneses desde que estoy en Changchun. Soy
una triste figura que ha perdido su encanto, una especie de estatua de Buda
sucia y abandonada a la que la gente se acerca para aprovecharse de ella y
reírse en su cara. Nadie te deja ofrendas. No me siento emperador, no soy
emperador de nadie. Ni de mi mujer. A Wan se le han caído los dientes. Solo le
quedan las encías. Con solo pasar la lengua a través de ellas huelo su aliento
a sangre podrida. Fuma más que come, llora más que habla, más que anda. Me
atrevo a decir que el puto opio le ha robado completamente su alma. A mí, a
este paso, me queda poco para acabar como ella.
Hace
una semana que necesito escribir urgentemente esta carta. No lo he hecho a
tiempo y ahora me arrepiento. He tenido que explotar… igual que cuando te
fuiste. Aunque esta vez no fue Wan la víctima de mi arrebato. Fue a mí mismo al
que tuve que lesionar. Pero ya sabes que no tengo la endereza suficiente como
para suicidarme. A un emperador se le
tiene prohibido suicidarse… Lo que te escribo a continuación no es
necesario que lo leas, puedes pasar directamente a la despedida. Con solo
escribirlo me vale, con lo que has leído hasta ahora ya me siento satisfecho.
Ya he cumplido con uno de los objetivos de mi carta. A partir de ahora, no lo leas si no quieres.
Había
cuatro subordinados japoneses. Pasaron por alto que a pocos metros estaba yo.
Su deseadísimo emperador de Manchuria
había salido a dar una vuelta alrededor del palacio. Gritaban en un idioma
raro, no parecía el japonés que llevo aprendiendo con un profesor particular
todos estos años.
Realmente
no podía entender lo que decían. No estaba previsto en el guion y ni en los
decorados del palacio que yo apareciese como espectador en esa escena. Al
parecer habían encontrado en los laterales del palacio a un hombre sentado
sobre una piedra, comiendo. Parecía joven, debía tener unos treinta años, pero
las penurias de sus últimos años de vida le habían hecho envejecer bastante. Le
tiraron al suelo y le exigieron que se desnudase. Lo deduje por sus
movimientos, sus palabras eran igual de ininteligibles que al principio. Como
el hombre no les entendía, intentó levantarse y salir corriendo. Pero su
esquelético cuerpo no parecía responder lo suficientemente rápido, ni mucho
menos parecía disponer de la salud física necesaria como para enfrentarse a
ellos. Creo que el hombre ya se había dado por vencido cuando vi que uno de los
soldados le había soltado una bofetada. Él se había arrastrado por el suelo
para intentar enderezarse.
Le desnudaron… o más bien terminaron de
despedazar los pocos harapos que le quedaban. Mientras dos de ellos le
agarraban retorciéndole los brazos y el cuello, los otros dos indicaron con
gestos que inclinasen el tronco del chico, de tal forma que quedase su culo
proyectado hacia ellos. Recuerdo que en ese mismo instante se me contrajeron
todos los músculos. Quise dejar de presenciar aquella escena y huir.
Le
agarraron con más fuerza por su espalda y metieron un par de dedos en su ano.
Pero ninguno de los oficiales se bajó los pantalones del uniforme. No me
esperaba que el placer de esos soldados japoneses procediera de un antojo mil
veces más depravado que el de una simple violación. Parecían entender que esa
cosa que sujetaban entre ellos se merecía mucho más que una mera penetración.
Uno de los que estaba libre, descolgó de su espalda el fusil con la bayoneta.
Recuerdo que miró a los ojos al resto, como pidiéndoles permiso. Después les
lanzó una sonrisa. En cada intento que hacía el joven por salir de ahí, el
soldado metía con más fuerza otro dedo dentro de su ano, mientras los otros
sacudían con sus rodillas la tripa de la víctima. No podía ver desde mi
posición su cara. Debía ser horrorosa, y doy gracias por no haberla visto. El
soldado que sostenía el fusil bayoneta echó unos pasos hacia atrás. Le taparon
la boca al joven. Sé que este mordió uno de los dedos del soldado que había
acercado su mano, porque el japonés dio un grito y se enfureció más de lo que
estaba. Además, por su cara, estaba deseando que su compatriota clavase sin
piedad el arma contra el joven. El soldado que tenía los dedos dentro del ano
los sacó de golpe y agarró, estirando con todas sus fuerzas en direcciones
opuestas, las nalgas del joven. Vi como colocó el extremo punzante de la
bayoneta a unos metros del ano, totalmente alineada con el orificio. Recuerdo
que empecé a sudar. Sentía escalofríos por todo mi cuerpo. Hasta tuve una brutal
nausea que casi movió el estómago de su sitio. Entonces el soldado cogió
carrerilla hasta que la punta de la bayoneta se empotró en el lugar previamente
preparado. Yo...
Lo
siento, he tenido que parar. Se han pasado cinco horas desde escribí la última
línea y ya ha anochecido. Lo siento. Aunque continúe escribiendo, lo peor de
todo no creo que pueda plasmarlo en palabras. Claro que no. Ese joven no murió
al instante, se pasó agonizando el suficiente tiempo como para que su voz
quedase grabada en mi interior. Los sonidos que emitía el joven fueron lo
peor... Como si de uno de los relojes que trajeron los ingleses a la corte de
Pekín se tratara, cuyo mecanismo retumbaba por todo el palacio en cada hora
punta, todavía escucho esa voz recorriendo mi esqueleto hora tras hora. Las
imágenes se borran, pero no lo hacen esos aullidos que escuché. Todos los días.
Te aseguro que he enloquecido un poco más por su culpa.
Juro
por todos mis antepasados que, si existe un ápice de misericordia en cualquier
ínfimo lugar de este mundo o de cualquier otro creado en el tao, esas salvajadas no quedaran nunca
impunes. Y juro que esos japoneses no podrán descansar en paz hasta que no se
produzca el correspondiente intercambio de energía. Y que ese joven, si no soy
yo quien lo haga, se vengará de esa monstruosidad en alguna de sus futuras
vidas.
Aunque
ya sabes como soy. Juro y me enardezco pero después me vuelvo a callar... Pero
esta vez ha sido distinto. La matanza a sangre fría de un inocente, vivirlo
todo en primera persona, callado entre la sombra... No puedo. Es una escena
dantesca. ¿Sabes lo que te digo? Que ojalá vuelva a presenciar otro asesinato
más. Entonces daré la cara y me plantaré delante de ese chino o manchú al que
quieran aniquilar. Para que así yo sea el siguiente. Y sin mediar explicación
alguna sobre mi condición, dejaré que acaben conmigo a destajo. Y que se queden
ellos con toda esta puta pesadilla. En realidad estaré agradecido de que lo
hagan. De que roben mi vida cuanto antes.
Ahora
sí, me falla el ánimo para escribirte. Acabo de vomitar. Esta carta me ha
costado dos días de retiro, dos días sin probar el opio. Me dan pinchazos en la
frente, debajo, ya sabes, entre los ojos. A veces pienso que si algún soldado
japonés llegará a atravesar mi frente con su bayoneta, utilizando la misma
fuerza animal con la que descuartizaron el ano, los intestinos, el estómago, los
pulmones y la garganta de ese pobre chico, a veces me preguntó si moriría con
algo de elegancia. O por el contrario, con una cara de espanto y entre gritos.
Si incluso en ese momento, sufriendo el mismo dolor que ese chico, moriría de
forma elegante. Tan elegante como un emperador se merece….
Me
retiro. Te quiero siempre.
25 de febrero del 1936, Changchun, Manchuria.
Puyi